La princesa escritora

En un lugar rodeado de montañas, lagos y bosques —donde el frío congela las rosas y el calor las hace volver a vivir—, se enamoró un príncipe italiano de una princesa española. Se casaron en secreto y construyeron un castillo donde nadie supiera que eran de sangre azul.

A mi madre, la princesa, le encantaban las flores. Por eso, plantó en su jardín un rosal muy especial: uno que se congelaba en invierno y resucitaba cada primavera.

Un buen día, mientras lo regaba, escuchó una voz que le dijo:
Pídeme un deseo, y te lo concederé.
Ella, sorprendida pero emocionada, respondió:
Deseo una hija que tenga la fuerza de tu tallo, tu belleza y tu resplandor.

En ese instante, la rosa se abrió como nunca antes. Y en su interior, se dejó ver una niña diminuta… que se parecía mucho a Campanilla.

La primavera siguiente, nací yo. Y en honor a la flor que le había concedido su deseo, me llamó Rosa.


Crecí rodeada de amor, secretos y naturaleza. A los ocho años, me acerqué a mi madre mientras regaba el rosal. Fue entonces cuando me contó esta historia… mi historia. Al terminar, me regaló una semilla y me dijo:
Guárdala hasta que encuentres el hogar donde quieras plantarla.

No supe qué responder. Solo asentí con el corazón lleno de magia.

—¿Queréis saber si la planté?
…Continuará…


Pasaron ocho primaveras… y cumplí 16 años.

Fue entonces cuando descubrí algo que cambiaría mi forma de ver el mundo: mis padres eran de sangre azul. Yo, que había vivido como cualquier otra adolescente —feliz, curiosa, libre—, ahora debía decidir si quería abrazar ese destino real o seguir siendo simplemente yo.

La idea de ser princesa me fascinaba. ¡Hasta soñaba con llegar a ser reina! Pero al mismo tiempo… mi vida era tan bonita, tan “mía”, que no quería perderla. Quería estudiar, trabajar, viajar, descubrir el mundo por mí misma.

Tuve que decidir. ¿Volver al país de mis orígenes para prepararme como heredera? ¿O seguir en el anonimato, viviendo como Rosa, la niña mimada de papá y mamá?

Y fue entonces cuando lo supe con certeza:
¡Quiero seguir siendo Rosa!
Sin títulos, sin apodos. Solo yo.


Ocho primaveras más tarde, cumplí 24 años.

Con mis estudios finalizados, emprendí el viaje de mis sueños. Recorrí Alemania, Austria, Suiza, Italia, Francia, Portugal, Yugoslavia…
Más tarde crucé el océano: Washington, Miami, Argentina, Uruguay, Venezuela, el Caribe… y seguí más lejos aún: India, Tailandia, China, Japón…

Cada país me regaló algo distinto.
Un paisaje. Una enseñanza. Un amor. Una canción.
Y en cada lugar, sentía que volvía a florecer.


Pero ocho primaveras después, al cumplir 32 años, algo se detuvo dentro de mí.

Una pregunta comenzó a rondarme la mente:
—¿Casarme? ¿Ser madre?
¿O seguir viajando, ligera como el viento, sin echar raíces en ningún lugar?

Mientras mis amistades se casaban, tenían hijos, compraban casas y levantaban proyectos comunes, yo sentía que algo me llamaba… aunque no sabía qué era.

Hasta que regresé a donde todo comenzó.

Volví a la casa en la que la naturaleza me concedió la vida. Ya no pertenecía a mi familia. Pero, sin pensarlo, toqué la puerta y les conté que había nacido allí. Que lo único que deseaba era ver el rosal que tanto cuidaba mi madre.

Los nuevos dueños me dejaron entrar. Me dijeron que el rosal seguía allí, intacto, y que nunca entendieron cómo había sobrevivido a tormentas, nieve y heladas.

Y era verdad. Estaba tal como lo recordaba.
Hermoso. Invencible. Vivo.

Me senté frente a él. Cerré los ojos. Y entonces escuché de nuevo esa voz…

Cuánto tiempo, Rosa. Pídeme un deseo.

Me quedé en silencio.

—¿No quieres nada? —volvió a preguntar.

—Sí… quiero ser madre —le respondí—. Pero no sé si podré aguantar el dolor que eso conlleva.

—¿Dolor? —dijo el rosal—. Ninguna mujer muere por el dolor de un parto…

Pero sé que él entendió perfectamente que me refería a otro tipo de dolor.
El miedo a amar tanto que duela. A perderse en alguien. A no volver a ser la misma.

El rosal no dijo nada más. Y yo, sin decirlo en voz alta, supe mi decisión.

Regresé a casa. Y decidí seguir los pasos de medio mundo:
Casarme. Formar una familia. Crear una nueva historia.


Y aquí estoy, escribiendo estas palabras…
Porque la niña que creció entre flores, que quiso ser libre, que recorrió el mundo buscando su lugar…
por fin ha encontrado el jardín donde quiere echar raíces.

Y allí, en ese mismo lugar, al amanecer de una nueva primavera…
planté la semilla que mi madre me había dado cuando era tan solo una niña.

Porque hay promesas que tardan en cumplirse,
pero florecen justo cuando el corazón está listo para recibirlas.

Y si algún día dejo de contaros esta historia…
os prometo que alguien la contará por mí.

Porque con cada primavera,
vuelve a florecer.


Rosa

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